La sociedad de los huérfanos

Un breve ensayo sobre lo místico en Ignacio de Antioquía, la parábola del hijo pródigo y nuestra sociedad en clave de regreso al Padre. Serie: Teología en el corazón.

Te invito a ir a una ciudad urbana y comerciante de Antioquía de Siria bajo el dominio del imperio Romano, imagina que está ciudad tenía su teatro y altares a los dioses cómo eran común en las ciudades, ademas tenia una gran arquitectura inspirada en la Alejandría egipcia. Una ciudad sacudida por los terremotos pero un ejemplo en rehacerse.

En esta ciudad donde inicia nuestra historia y nuestro viaje, está ubicada una iglesia que es nombrada en Hechos 11:19-26, y es allí donde estuvo Bernabé y Pablo, el lugar donde por primera vez llamaron a los del camino: cristianos. Era una comunidad bien situada en los genes del cristianismo y era un centro misionero bien dotado ministerialmente, además fue visitada por Pedro (Gálatas 2:11). En esta ciudad, específicamente en esta iglesia de tan buen nombre y buena hoja de vida, albergaría en su historia a nuestro personaje quien fue discípulo de algunos apóstoles y fue puesto allí por ellos.

Al parecer en la iglesia de Antioquía había problemas internos y externos, circulaban en ese entonces listas delatando a los cristianos ante los Romanos, a los presuntos culpables se les pedía que adoraran a los dioses del imperio y quienes lo hacían eran absueltos de sus cargos y quienes no los adoraran serían condenados. En esta lista había un nombre particular: Ignacio de Antioquía.

Ignacio cerca de sus 70 años de edad, y siendo aun obispo de Antioquía pudo caminar a su juicio sin vacilación, como quien va dirigido por un buen pasado, de esos pasados que te permiten caminar seguro, como quien quiere dar testimonio de Cristo pero más que nada de unirse a él totalmente. Aún así, pudo tener la opción de adorar los dioses Romanos y seguir quizá con la vida cómoda que tenía, podría seguir gozando de vida, pero no de buen nombre. Ese buen nombre que llevo a que lo llamaran ‘theóphoros’ o portador de Dios. Imagino que él pensaba que de la única acusación que no debemos huir es la de ser llamados cristianos, ahí debemos ser completamente culpables, y la razón era bastante simple: el cristiano verdadero no adoraba otros dioses y anhelaba estar totalmente unido a Dios.

Hoy por implicación se cree que no creer en Dios es estar exento de idolatrías, que deshacerse de la idea de Dios es ser realmente libre, pero no es así, siempre desechar el hogar paterno es la proliferación del descontrol, es la historia del hijo pródigo despilfarrando todo y terminando con los cerdos, es la historia nuestra y de la humanidad entera que actualmente cree en tal libertad pero cada vez está más sola, más deprimida, más lejos de casa y del amoroso padre. Con Ignacio y la historia mal llamada ‘hijo pródigo’ hay algo que sobresale con fuerza y se sobrepone: desear al padre es el ocaso de los ídolos.

“Me levantaré e iré a mi padre”

Lucas 15:18

La idea del muchacho entre los cerdos es de retorno, como si para alejarse del padre solo se necesitará ser esclavo de los deseos, pero volver implica lucidez, volver en sí, ser dueño de uno mismo o ser consciente, por lo menos, de nuestra incapacidad. Se debe estar cargado de renuncia y peregrinar hacia el padre. Es volver a casa con la confianza de qué hay amor genuino y que cuando se dé el encuentro habrá besos, lágrimas, abrazos y fiesta. Es esa idea de no ser ya ese muchacho que confía en si mismo solamente, que corre tras sus placeres e ídolos, lleno de la suficiente valentía para huir, para vivir sin ninguna autoridad, pero al final de esa vía solo hay angustia, soledad y muerte, eso hay en las vidas sin Dios que se postran a los ídolos, sin Dios solo hay un gran vacío. Pero la otra vía es en la qué hay un padre amoroso que te espera, y cuando te ve, corre a ti, te ama y se regocija.

Esto lo puedes ver en Ignacio quien desecha todo por ir al padre, a él ya no le atrae el dinero u otra cosa, con esa madurez dice: “No hay fuego de anhelo material alguno en mí, sino sólo agua viva (Jn. 4, 10-14; 7, 38s) que habla dentro de mí, diciéndome: ven al Padre” Monologa cómo quienes vieron el fondo y dicen “En casa de mi padre hay suficiencia” nada vale tanto la pena que esto, y así él ha emprendido su viaje a Dios, al padre. Una cita que no todos quisieran cumplir, solo aquellos que saben que ya es hora de entrar al banquete que ha ofrecido el padre con gozo y alegría.

Hoy en día hemos reemplazado a los padres, se dice que el dinero puede comprar el amor y el conocimiento es lo importante. Con juguetes, los últimos videojuegos y un montón de cosas más no se forma un hijo, sino un consumidor. Con estudio y nada de emociones solo trabajo duro e intelecto no se forman hijos sino adultos emocionalmente aislados. Sin el amor del padre se deforma el hombre y cae en el vacío del consumismo para vivir sin amor y como todo lo del sistema de consumo, se terminará agotando así mismo hasta desaparecer y ser reemplazado pues

Sin el amor de Dios el hombre carece de sentido.

Es por esto que en la historia de Ignacio, del hijo menor y la nuestra, volver a Dios implica recoger los pasos de la Juventud febril, volver a casa con una especie de nostalgia y esperanza, encontrar sentido y vivir plenamente el amor en los brazos del padre.

Que el Espíritu nos guíe en este regreso al Padre y su amor.

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